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viernes, 17 de abril de 2020

Gotas

¿Qué dijiste, Viejo?

   Aquella sala de emergencia estaba calma, ya había pasado la medianoche y atrás había quedado el Día de Reyes. En la camilla estaba él, con su debilitado cuerpo pero con la dignidad intacta. El suero caía sin pausa con un goteo incesante por aquel catéter que vertía su última dosis. Unas tras otras, diminutas, transparentes, e inútiles, iban cayendo al vacío, en rítmica procesión. Ellas, las gotas...

 I

   Aquel domingo era especial, se había entrenado varios meses y por fin concretaba su anhelo juvenil. La chiva estaba impecable. Con gran esfuerzo había juntado vintén tras vintén para llegar a comprarla. Atrás había quedado el incidente con su padre en el cual, sin poder explicárselo aún, aquel le había partido el cuadro de su bicicleta a martillazos, en venganza de quién sabe qué chisme jamás confirmado. Y desde aquel día se había jurado llegar a tener nuevamente una bici, y hoy, nadie podría quitarle el sueño de correr en medio de un pelotón de ciclistas.

  Esa mañana la brisa suave era una pared para cualquier deportista a sangre, pero para él, que se sabía un “chupa rueda” de primera, no significaba nada. Como sanguijuela se pegaba a la rueda del rival ocasional que tuviera delante y gran parte de la carrera la llevaba de arriba. Y eso lo sabía quien pujaba por sacarse de encima a esa pegajosa carga que en cualquier momento podía arrebatarles la victoria en el sprint final. Pero él no se inmutaba, y esa carita de manzana roja, con las pulsaciones al tope, seguía firme y concentrado sobre su premio de dos ruedas, disfrutando cada vuelta de pedal como si fuera la última.

El ruido de la campana anunciaba otro embalaje, el final, repartiendo los últimos puntos en disputa, y el pibe ya intuía la bandera a cuadros rozándole el cuerpo. Sigilosamente mantenía su estrategia del menor esfuerzo, agazapado como esperando el instante de distracción del puntero para atacarlo... casi que sentía la respiración jadeante del rival, su mirada por encima del hombro, la cabeza que buscaba saber si por derecha o por izquierda recibiría la embestida... Se podía adivinar que el pibe lo disfrutaba, se regocijaba sabiendo que aquel sentía temor y dudaba... si hasta podía respirar el miedo que le salía en cada bocanada de aire que exhalaba y le llegaba a él, quien compartía ese aire desperdiciado en tanta duda. Una mueca de satisfacción presagiaba que se sentía ganador, sus piernas marcaban un ritmo acompasado que imprimía en cada pisada un empuje incontenible que adelantaba el birrodado en forma indeclinable. El tubo humano cortaba el viento que a esa altura de la carrera era más intenso, los gritos de la gente aumentaban la dosis de adrenalina necesaria en estos casos para alimentar el esfuerzo final. Fue entonces que apareció la primera... Blanca y cristalina, nacía cual manantial, y lentamente atravesaría los pliegues de su frente para depositarse un instante en una de sus cejas profusas y oscuras, arrecife natural de aquel sudor incontenible...

La bandera a cuadros flameaba a lo lejos, quedaban unos 200 metros por recorrer y poder sentir la corriente de aire que dejaría su roce... el pibe la vio de lejos, y ya saboreaba los últimos puntos que le darían la victoria aquel domingo de otoño... 

100 metros finales y ya está. Sigiloso, el puntero se desespera por obtener el premio al esfuerzo de 60 vueltas tirando; de ninguna manera estará dispuesto a dejarse arrebatar el primer lugar por este imberbe e insolente chupa rueda que lo vivió durante toda la carrera. 

Hamacando su cuerpo buscando imprimir mayor impulso a su rodado, intenta cerrar el paso a su oponente, las piernas, en supremo esfuerzo, recurren a gastar las últimas reservas de energía que le quedan. También siente la ansiedad de la caricia de esa tela a cuadros que ondea en la meta, se para en los pedales y enfila hacia la victoria, pero...

El pibe ya había iniciado su ataque, en un descuido y mientras lo esperaba por la derecha, arrancó por izquierda y cuando quiso reaccionar, solo atinó a ver como ese insolente mocoso de dieciséis años, mostraba su silueta en perfecta y armoniosa posición, con un pedaleo redondo y sin despegarse del asiento, a dos o tres máquinas de distancia. 

La bandera se dejó caer en la espalda del pibe, quien sintió el roce de la tela como la mejor y más deseada caricia que hubiera imaginado. No escuchó siquiera el grito ensordecedor de la barra que vitoreaba su nombre, tan solo sintió aquella gota que abandonaba su ceja y marcaba un sendero cuyo destino final no sería otro que el cemento gris y duro del otro lado de la línea de llegada...



 II

El turno... ese maldito turno que lo separaba de nosotros en forma rotativa cada semana. El viejo salía en su Graziella rodado 12 a desandar los 7 y pico de kilómetros que separaban nuestro hogar de la fábrica. Era un trabajo insalubre donde el horno de fundición sobresalía como el elemento a cuidar para que no se detuviera la producción. Precisamente él, tenía sobre sí la responsabilidad de su funcionamiento inmediato cuando ocurría algún imprevisto que imponía el apagado. Instrumentaba inmediatamente la reparación con el capataz, quien sabía que ese operario le brindaba un servicio invaluable a la empresa evitando horas de inactividad a cambio de salud del operador de turno.

El horno trabajaba a más de mil y pico de grados, dos o tres electrodos cumplían la fusión de los materiales de cuya combinación saldría carburo; un sistema de cañerías, la de enfriamiento. Precisamente cuando estas cañerías se averiaban y originaban una pérdida de agua, el horno debía apagarse y sellar la misma mediante soldadura. Algo así eran los relatos que cada tarde, (de las pocas que teníamos con el viejo, gracias al turno), escuchaba de los pormenores de aquella fábrica. Es que el viejo tenía esa audacia que se precisaba para hacer cosas a las que no todos se arriesgaban. Cuando ocurría un incidente como aquellos, el horno se apagaba y mi viejo se ofrecía para repararlo. A tres o cuatro horas de apagado, hacía poner unas chapas sobre el piso del horno, se calzaba unos suecos de madera dura, un mameluco empapado en agua, un chaleco de cuero y plomo, la careta de soldador y tomaba puntería desde afuera para acertar, en pocos segundos, a “puntear” con la soldadura eléctrica la fuga causante de la detención de la fábrica misma, que dependía de ese horno para continuar su producción. Todo ello ante la mirada incrédula de sus compañeros de trabajo.

De esa forma la fábrica evitaba estar parada, ya que el horno requería de varios días para alcanzar una temperatura aceptable para trabajar en su interior. Sin embargo, este loco “oficial mecánico montador”, que había realizado una meritoria carrera funcional comenzando desde el escalón más bajo en ese lugar, con aquella actitud, imprimía un ahorro sideral en tiempo para la organización, con la única compensación de irse más temprano a casa y, también, más temprano de este mundo. 

Soportando cientos de grados en cada ingreso, sufría una deshidratación considerable y, en cierta forma, se “cocinaba” un poco con cada una de esas arriesgadas acciones, y allí la profusión de brillantes diamantes cristalinos, formaban un mapa que discurrían incontenibles por su rostro, oculto tras la careta de soldador. Inmensa y enorme gota, cúmulo de infinitas y pequeñas que se generaban a partir de aquella ígnea odisea.  No serían las únicas, todavía le faltaba generar otras, muchas más, ensayando el retorno a casa, con su mochila cruzada y cargando sendas botellas de leche, (aquellas de vidrio y pico ancho, que no consumía como debiera en aquel trabajo insalubre para reservarlas para nuestros desayunos y merienda), mientras pedaleaba de regreso en aquella rodado 12.

Atrás habían quedado los tiempos del ciclista, el coletazo de los años de huelga y ollas sindicales dejaron como marca progresista aquel pequeño birrodado, único sobreviviente de un confort que se había ido. El arroyo Miguelete presagiaba el comienzo de uno de los varios repechos que sumaban otro esfuerzo a las ocho horas insalubres. Avanzando lentamente, casi detenido ante el obstáculo y obligado algunas veces a realizar el trayecto a pie, vencido por los calambres de sus cansadas piernas. Mientras tanto nuevamente le surcaban todo el cuerpo aquellos cientos de brillantes y húmedas compañeras de viaje, que generosamente surgían con cada pedaleada.

El imponente sol le daba un brillo adicional a aquella piel curtida, un brillo titilante, que variaba al compás del vaivén de su cabeza con cada vuelta de pedal. Muchas abandonaban prematuramente el viaje, dejando un rastro como si fueran marcando el camino que evitara cualquier desvío.


III


Por aquella época contaba con unos siete años, infancia feliz que se marcaría con un hecho por demás relevante a los ojos de un niño. La sólida puerta de aquel panteón se cerraba y en su interior quedaban los restos de mi abuelo. Un viejito descaderado por un derrumbe que lo mantuvo aprisionado por varias horas y que salvó el pellejo por muy poco, condenándolo a arrastrar sus miembros inferiores por el resto de su vida junto a otras penas ocultas. De mi abuelo tan solo recuerdo su cara lánguida, de cachetes caídos, su cigarrillo armado y la botellita de vidrio conteniendo aquel oscuro elixir que lo transportaba a otros mundos y de la cual me hacía cómplice, comprando mi silencio con golosinas. Irresponsable cómplice diría, pues con el tiempo aquella práctica diaria lo convertiría en un alcohólico con triste final cirrósico. 

También tengo recuerdos buenos, como aquella hermosa cachila Ford A que fuera la envidia de cuántos la vieran; sin motor y a tracción manual, pero con tal lujo de detalles que la convertían en reliquia automotriz de quien la observara. Junto a su ovejero manto amarillo, Tabaré, amigo fiel que lo acompañó hasta el final y que era parte de aquella postal que cada tarde lo acompañaba en el portón del frente de la casa con sus dos patas apoyadas en el muro -como si fuera una persona más- observando los picados callejeros, o simplemente deleitándose con el airecito tibio del barrio Puerto Rico.

Pero aquel día no registraba precisamente una imagen feliz. Casi pegado a aquella gris y pesada puerta de metal que se cerraba, estaba yo, casi enfrente a los deudos de un cortejo final de despedida.  Ahí vi la cara de mi padre atravesada por la tristeza de aquel adiós. Su campera negra, camisa a rayas y pantalón gris, las manos en el bolsillo buscaba un pañuelo y entonces, apareció... Al principio discreta, casi imperceptible, pero poco a poco fue ganando cuerpo hasta que por detrás de aquel lente oscuro que portaba, dejó ver todo su brillo para marcar un río húmedo en su mejilla. Ese día vi llorar al viejo por primera vez...


IV

Con el tiempo llegó la jubilación, a tiempo de disfrutar como se merecía. El ciclismo volvió a ser su principal distracción y cada día sumaba kilómetros dejando atónitos a muchos que veían como este veterano seguía comiendo rueda por rutas nacionales. Las tardes – noches de verano, el olor inconfundible del asado a las brasas, anunciaba que había fiesta en casa de los viejos, y un comensal más se sumaba a su mesa. Era un deleite llegar con aquel recibimiento, y la sobremesa se alargaba hasta altas horas o hasta que el sueño invitaba a abandonar la bacanal. 

Años de carnívora adicción pasaron factura en índices sanguíneos con dolorosas consecuencias, y una inevitable gota se instalaba para adueñarse de aquel cuerpo cascoteado por insalubres profesiones. Si era un deleite verlo carretear entreverado en pelotones juveniles, era una tristeza verlo arrastrar su pierna afectada apoyando sus dos manos en el bastón sin poder pisar siquiera debido al insoportable dolor. Con el tiempo conoció una mágica pastilla que aliviaba el calvario, manteniendo enhiestos sus vicios alimentarios. Pero no fue hasta pasados varios años de consumo incontrolado de la droga, que algunos de los efectos secundarios comenzaron a aflorar. 

Fueron sus ojos los que primero avisaron, y sendas cataratas se instalaron en ellos, hasta que la visión le fue negada en alto porcentaje. Ni la cirugía pudo reintegrarle la cuota que le cobró, y en cambio lo sentenció a sobrevivir con lentes de contacto, paliando ínfimamente la porción birlada de mundo para ver. Y luego, lo peor... la herida de muerte que en forma de abultado tumor avisara la presencia de a quien nadie llamó. 

Allí, empezó a morirse mi padre.

V

Una a una iban cayendo, en forma sincronizada y lenta, como la vida que se le apagaba. Trato de contarlas adivinando la frecuencia, pero me pierdo viendo ese cuerpo demacrado y frágil que se va extinguiendo a cada segundo, con cada gota. 

   Una, dos, tres, cuatro...y ya no cuento más, la radio encendida al costado de su cara, emite el último partido que escucharía de su Danubio querido. Una sonda intentaba despejarle los fluidos que se escapaban de aquel cuerpo que iba rindiéndose al destino para dejarse llevar a esa dimensión donde no hay dolor, ni pena, ni ruido.

Ellas siguieron cayendo, como si nada, como un ritual separado de toda la realidad que rodeaba ese momento; como si no importara nada más y fueran las protagonistas de la historia. Pero eran solo gotas que caían a un vacío imposible de llenar, pues hacía rato que mi viejo no las necesitaba. 

Algo inaudible fueron sus últimas palabras, me preguntaré por siempre que fue lo que me dijo. No lo pude entender; solo quedaron ellas, aquellas simples, transparentes y profusas gotas que serían un símbolo imborrable del pasaje de aquel hombre que me dio la vida…


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