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jueves, 17 de julio de 2014

Nunca le dije gracias

La Avda. José Batlle y Ordóñez es larga, tiene varios kilómetros de extensión que atraviesan de sur a norte la ciudad de Montevideo desde la rambla misma hasta los accesos de la Ruta 5 prácticamente. A esa, que de por sí es una dificultad para quien la recorra en bicicleta, se le suman sus pendientes, algunas de las cuales son bastante pronunciadas. La recorrí de nuevo y a mi memoria vinieron recuerdos que no pude dejar pasar. Sobre todo porque al repetir ese trayecto me di cuenta que “nunca le di las gracias”...

"Dele pedal a la vida"*

*"dele pedal a la vida y siéntase siempre joven" - estribillo que identificaba a la bicicleta Graziella


La “Graziella” rodado 16 había llegado un Día de Reyes, allí estaba ella con su color verde oscuro, sus gomas casi blancas y su contrapedal niquelado. El cuadro abisagrado le daba una condición especial para reducirla en un apartamento donde si algo faltaba eran espacios para acumular objetos. Aunque aquel apartamento en particular contaba con un adicional que no tenía el resto del condominio (palabra que, visto en perspectiva histórica, le queda enorme a aquel zagúan de cuatro apartamentos enfrentados de dos en dos). Ese adicional no era otra cosa que el espacio inferior de la escalera de acceso a las azoteas, y cuya entrada daba para nuestro apartamento. Era “la cueva”, un rincón oscuro donde se guardaban los objetos que menos se usaban en aquella casa. Un espacio donde la oscuridad más absoluta hacía del mismo un lugar temido y respetado, al que casi nunca iba por miedo a lo que me podría encontrar allí, en medio de aquella noche eterna que le caracterizaba.

De aquella cueva tengo el peor recuerdo cuando, en tiempos de dictadura, un soldado irrumpió en la vivienda en plena operación rastrillo, buscando subversivos por la zona. Aquel rincón irrumpió de forma inesperada ante la rutinaria inspección de aquel soldado -al que por otra parte le sobraba casco o le faltaba cabeza- y casi enseguida el miedo se apoderó de todos nosotros. La puesta en guardia ante aquella “tatucera” doméstica puso en alerta a toda la familia mientras intentábamos explicarle que aquello era un depósito de cosas viejas. El susto pasó -no sin sufrimiento y nerviosismo- solamente cuando mi padre encabezó la inspección y le mostró que tras aquella cortina improvisada solamente estaba la Graziella rodado 16, presencia sediciosa si las había por aquella época...

Aquella rodado 16 pronto tendría otro destino, y poco nos duró la alegría de su pedalear pasando a ser el vehículo oficial de traslado hasta la fábrica. No hubo opciones. El Uruguay de aquellos duros años imponía sacrificios, y nuestro Fiat Topolino hacía tiempo que no había aguantado la toma, siendo vendido por partes tras el último de varios ajustes que supo soportar. Su lugar lo ocupó aquella rodado 16 de color verde.

A contrapedal

El reloj marcaba implacable la hora de salir. Casi mecánicamente comenzaba el diario ritual de acomodar la mochila y acondicionar aquella chiva que era su medio de transporte hasta el establecimiento fabril.

El clima nunca fue un obstáculo y hoy me pregunto -desandando aquella avenida en todo su trayecto- cómo hacía para llegar con viento, lluvia, calor o frío. Hoy me hago mil preguntas, todas sin respuesta, para conocer más detalles de aquellas diarias odiseas por  el hormigón de la ex- Propios.

Eran varios kilómetros de viaje desde la Unión hasta la calle Cnel. Raíz, y de allí por la bajada empedrada que lo depositara en la fábrica, metros antes de la Avda. Millán. Hoy recorro ese trayecto y lo imagino sufriendo en la empinada cuesta pasando la cancha de La Luz y me avergüenzo por tanta queja exagerada de mi parte en situaciones infinitamente menores.

Pero si la ida era de por sí un abuso, ¡lo que sería la vuelta! Porque tras la acumulación de las horas del turno en aquel trabajo insalubre por la combustión de un alto horno que producía carburo, se sumaba el largo pedalear en la “rodado 16” hasta llegar a casa. Pedaleo que le insumía un esfuerzo adicional con el agregado de portar encima la  mochila con dos botellas de leche (aquellas de vidrio y tapa de alumino). Vital elemento que restaba cada día a su compensación por aquella insalubridad laboral, para hacerla llegar a la mesa familiar en tiempos de carestías y ajustes de cinturón.

Fueron muchos años, demasiados, en los que asistí un día y otro a aquel ritual de un tipo que dejaba sus mejores años para que no nos faltara nada y pudiéramos contar  con el mejor legado que pudo darme como fue una educación curricular y familiar invalorable.

Imaginaba todas estas sensaciones y muchas más mientras desandaba el mismo recorrido que hacía aquel hombre que supo darme la vida y los mejores años de la suya. Sensaciones que hoy me pegaron fuerte y duro en la línea de flotación.

Hoy más que nunca, reivindico aquel sacrificio de mi padre -y de tantos otros- porque son esos sacrificios los que nos dejaron un legado de enseñanzas que hoy están en debe para nuestra sociedad. Se nos fueron aquellos espejos donde reflejarnos y nos dimos cuenta que nos quedamos inmovilizados y sin poder reaccionar. Pero aún cuando no están, es posible apelar a la memoria y recordar esos ejemplos para reconstruir enseñanzas y recuperar terreno.

Hagamos un ejercicio colectivo y repliquemos -cada uno- su propia experiencia. Recuerden a sus viejos, tráiganlos de nuevo a la memoria y revivan sus enseñanzas y repliquen sus ejemplos. Difundamos esos modelos, hagamos caudal de los mismos empezando por contarles a nuestros hijos, a nuestros amigos, y la cadena se hará interminable. Hagamos el esfuerzo de redescubrir a nuestros héroes y dibujemos espejos en todos lados para que se miren en ellos todo aquel que quiera verlos.

Busquemos rellenar los agujeros que hoy padecemos con historias nuestras. Hagamos que aquellos esfuerzos paternos no hayan sido vanos y, aunque sea por un instante, aprovechemos también para darles las gracias.

A más de una década de su partida, vengo a reparar que todo eso que me enseñó es un intangible que hoy disfruto pero que no me pertenece sólo a mí. Principalmente porque no es con actitudes egoístas que podremos cubrir tanta carencia de valores pero -también- porque casi sin quererlo me di cuenta que nunca le dije gracias...






el hombre agradeció en silencio,
al perro se le soltó un gemido..
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