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miércoles, 31 de octubre de 2018

“Jalogûin”


En mi niñez el día de los difuntos era un día solemne, desde la víspera nos preparaban para la ida al cementerio. Eso ya nos predisponía a vivir una jornada donde el recuerdo de los que ya no estaban con nosotros nos imponía un dejo de tristeza dando cuenta de sus ausencias. No era un día de fiesta sino todo lo contrario. El aroma a las flores llenaba los ambientes de olor a “campo santo” -al decir de mis abuelos- un aroma que no nos abandonaría durante toda la jornada. El trayecto en el ómnibus era de esos viajes no deseados a los que se nos imponía en una especie de cita obligada con el homenaje a nuestros muertos. Era, también, una forma de acercarnos a la muerte en una edad donde la inmortalidad es casi una consigna. En el almanaque no lo contábamos como un día feriado a pesar que ese día no había escuela. En suma, en mi niñez... no existía el “jalogûin”.


Feriado inamovible

Tengo presente aún aquellos días en que con ramos de flores llegábamos a la cita desde muy temprano. Esos madrugones eran lo único que podíamos agradecer pues cumplida la cita ineludible, el resto del día haríamos todos los esfuerzos posibles por distraernos al punto de casi olvidarnos que ese día era un día reservado para recordar a nuestros parientes muertos. 

Es que para un niño la idea de la muerte es algo que no está en el libreto hasta que no se sufre de cerca. Si bien en mi familia se nos inculcó la idea de acompañar las despedidas de nuestros seres queridos cumpliendo el ritual del duelo -necesario y sano- no todos tenían ese mismo criterio. A los niños se los mantenía alejados de los velorios, en una especie de profilaxis que puede compartirse… o no.

Lo cierto es que la despedida de un ser querido es un acto que debe cumplirse a riesgo de sufrir luego las consecuencias de su omisión. El duelo tiene un componente de necesario desahogo por la pérdida que debe cumplirse de alguna forma y en un tiempo que no todos procesamos a la misma velocidad. Pero es inevitable pasar por ese trance y no conozco a nadie que lo haya sorteado sin darse un tiempo para sí mismo en la despedida.

Más allá de todo eso, el día de los difuntos dejó de ser lo que era para convertirse en punto de referencia de una fiesta mucho más comercial y menos impregnada de la solemnidad de antaño. Algo parecido a nuestra Declaratoria de la Independencia, que sirvió de excusa para una idea original uruguaya: la Noche de la Nostalgia.

En un acto de pura laicidad se aplicó la práctica moderna de correr los feriados alcanzando al 2 de noviembre también. Pero la sociedad uruguaya reaccionó entonces haciendo que dicha práctica no se aplicara a esta fiesta, volviéndolo inamovible.

Así entonces, la víspera del Día de Todos los Santos -que se celebra el 1º de noviembre- sirvió de excusa para la consagración de La Noche de Brujas o Noche de Víspera de Difuntos o Halloween, vinculada también con la celebración celta del fin del verano (Samhain).

Como el nuestro es un país laico, no podía celebrar el 1º de noviembre (fecha establecida por la Iglesia), y de allí que se celebra el 2 de noviembre. O sea que la idea de generar fiestas propias no fue de Pablo Lecueder, sino que se remonta mucho más atrás en el tiempo, hagamos justicia con ese uruguayo visionario que infundió la práctica de generar feriados propios, ¡que joder!

Pero volviendo al tema del “jalogüin”, debo decir que es mucho más divertido ahora en que se nos llena la calle de brujas, vampiros, momias, zombies (y algún que otro rapiñero camuflado, sin necesidad que Peñarol o Nacional salgan campeones de algo).

Con la excusa de hacerse de dulces, recorren las calles de nuestras ciudades (ya no es solo en Montevideo esta invasión), mientras los padres acompañan vistiendo la tarde/noche de cada 31 de octubre con un enjambre de monstruitos multicolores que dan un toque diferente a esa jornada.

No faltará el que critique esta intromisión cultural del imperialismo reclamando la presencia de alguno disfrazado de gaucho o lobizón; que en lugar de calabaza lleve una canasta de mimbre o una bolsa de arpillera (o la popular “chismosa”), para que la fiesta tenga por lo menos un toque uruguayo. No estaría mal que pudiéramos ver a muchos de nuestros “jalogûineros” disfrazados de Luis Suárez o Juceca, de Zurdo Bessio, o Fata Delgado, que en lugar de empuñar un tridente vayan con termo y mate, y, por qué no, uno vestido de short y chancletas. 

Seguramente eso último vaya en contra del nuevo nicho de mercado que se ha abierto en este Uruguay cada vez más cosmopolita, donde las cadenas de supermercados inundan sus góndolas y visten sus espacios desde mucho antes con las infaltables telarañas, calabazas y los respectivos accesorios y disfraces alusivos a la festividad.

“Es parte de la globalización”, escuché decir en la cola del super mientras pasaba por la caja una guadaña para mi traje de la muerte que luciré esta noche… 

Al fin de cuentas, en este tiempo, la víspera del día de los difuntos es mucho más divertida.


el  hombre compraba dulces,
el perro ladraba a un lobizón...

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