Uruguay se destaca en la región por ser el único país con menos del 10 por ciento de pobres (7,9%) y una indigencia casi inexistente. Fruto de sus políticas de redistribución, baja inflación, mejora del salario real y crecimiento sostenido, es envidia de potencias vecinas como Argentina y Brasil, que no pueden mantener ciclos de crecimiento continuo como este pequeño rincón del sur latinoamericano. Hace tiempo que se terminó el viento de cola y si bien han habido variantes en algún indicador como el desempleo, llevamos 15 años ininterrumpidos de crecimiento económico que le hacen merecedor del respeto internacional. Claro que fronteras adentro no parecen darse por enterados y un día tras otro sueltan titulares que auguran crisis que no llegan a concretarse nunca. Sin embargo, si algo parecen confirmar esos datos económicos es que la violencia no es producto de la pobreza sino que -por el contrario- esta parece venir atada al crecimiento de esos indicadores que no logran derramar su virtuosismo a un núcleo duro autoexcluido que hace del delito su medio de vida...
Sin correspondencia
El falso concepto de asociar a la delincuencia con la pobreza se da de narices con los datos incontrastables de una economía como la uruguaya con registros de crecimiento ininterrumpido. Pues de ser así no deberíamos tener los registros de prisionización que ostentamos donde Uruguay también bate un triste récord con una de las tasas más altas.
En efecto, si la pobreza se reduce a un dígito y la indigencia tiende al cero, ¿cómo se explica el aumento de la delincuencia? ¿Y el de la violencia?; esa misma violencia adicional que nos inunda cada día con titulares no deseados y que responde a una inexplicable realidad de sectores de la población a los que esos indicadores no les impacta.
Lo que por un lado puede leerse como eficacia en la represión del delito también es un contrasentido pues con una economía en expansión, la mejora del salario real en forma constante y sostenida, no termina de explicar la existencia de esos bolsones de exclusión que llevan a un sector importante de nuestra población a vivir al borde del pacto social haciendo del delito su medio de vida.
No es la pobreza -entonces- la razón principal de una violencia empecinada en multiplicarse y afianzarse en una sociedad que se resiste a aceptarla sin restricciones de ningún tipo. Por el contrario, cuando un país atraviesa un ciclo virtuoso como el que vive Uruguay hace más de una década y media, deberían verse otros resultados y en cambio los delitos se disparan en una escalada de violencia que es imperioso revertir.
Se impone, entonces, un diagnóstico certero que explique y encuentre respuestas a un estado de situación que muestra una cara siniestra de la sociedad uruguaya donde se disparan los homicidios y los delitos más violentos.
¿Pacto o impacto?
¿Falta algo al pacto social que nos congrega o acaso falta un impacto que produzca un efecto tal que movilice los cambios? Todo parece indicar que el pacto sigue vigente pero solo para algunos, otros no parecen sentirse interpelados por ningún acuerdo y vulneran reglas e imponen las suyas en una especie de anarquía propia. Viven al día, no se imaginan un futuro para el cual proyectarse, transcurren el presente a un ritmo de vértigo que no permite demoras ni contradicciones. “Lo quiero ahora y a cualquier precio, aún el de la vida propia, cuanto más la ajena...”
El camino fácil, ese que impone la obtención de un objeto o un ritmo de vida lleno de lujos y ostentaciones parecen ser el móvil principal que guía a estos colectivos que conforman una verdadera subcultura marginado-delincuente.
Hoy se visibilizan hechos que fueron germinando durante mucho tiempo, seguramente demasiado, pero a los que el Estado ha dado señales de no estar dispuesto a permitir, haciendo el ejercicio de la autoridad que tanto reclaman los mismos que durante décadas dejaron hacer y crecer esos espacios que eclosionaron hoy.
Y ello fue posible -también- por la construcción de una nueva organización policial, dotada de instrumentos tecnológicos de última generación, y una capacitación que le permite desplegar acciones de inteligencia que arrojan resultados sin necesidad de disparar un solo tiro.
La aparición de grupos criminales con un alto nivel de organización y capaces de acciones como los desalojos compulsivos junto al intento de apropiarse de los territorios donde se cobijan, encontraron la rápida y contundente respuesta del Estado que no está dispuesto a permitir ese tipo de acciones. Y la consecuencia de esa acción pública no fue otra que la recuperación de la confianza en los actores que devolvieron la pacífica convivencia de los barrios violentados. Hoy los vecinos confían en las autoridades y están dispuestos a profundizar los cambios aportando información de calidad que impida el resurgimiento del accionar de dichos grupos.
El impacto ya se aprecia en barrios como Casavalle, donde los servicios públicos retomaron una rutina que jamás debieron abandonar, donde se empieza a respirar barrio y donde los vecinos empiezan a apropiarse de espacios que nunca debieron perder.
Las acciones coordinadas entre varios actores públicos son una clara señal de un camino a recorrer que empieza a transitarse para beneficio de muchos. El barrio es nuestra casa, ese rincón donde se construye ciudadanía, donde se dan las primeras relaciones de una convivencia que no admite situaciones como las vividas. Hoy se empezó a recorrer el camino de la restauración de valores en muchos rincones donde el crimen creyó ser dueño de las vidas de las personas que allí vivían pero se encontró con la respuesta de un Estado que no está dispuesto a permitir ningún exceso.
No será fácil erradicar definitivamente a la violencia de nuestra sociedad, es una enfermedad que se reproduce de forma silenciosa y que se manifiesta de manera inesperada muchas veces, pero respuestas como estas son una señal inequívoca que hay que mantener y profundizar para que el barrio vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser, una extensión de nuestra propia casa.
el hombre se mostró confiado,
el perro recorría el barrio...
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