Pasaron días, muchos días, y él seguía intacto, sin cambios. Desbordante, hinchado, lleno en exceso, superando ampliamente su capacidad operativa. Pero seguía allí, inamovible, resistiendo el uso, o -más bien- el abuso. Con su estampa en franco deterioro, símbolo urbano de una teoría que hace de las ventanas rotas su “leitmotiv”. Son esos personajes de latón que ya no resisten más pisadas y se entregan indefensos al consumismo de un país que demuestra con ellos lo peor de los excesos. Son los contenedores de mi barrio, de todos los barrios de Montevideo. Un Montevideo que “se pudo”, como quedó demostrado por estos días tras una emergencia operativa que demoró mucho tiempo en implementarse. Hoy siguen luciendo rotos, abollados, despintados, sucios, afeados, pero vacíos al fin. Y sus entornos -esos que hacían parte del bochornoso espectáculo de inmundicia desperdigada- también aparecen limpios y barridos. Por eso es que animo a decir que “Montevideo se puede”... ¿se podrá?