Una semana trágica para el país y muy especialmente para Montevideo, el departamento que se lleva el triste récord de accidentalidad y siniestralidad con holgura.
Un taxista fue asesinado de un tiro a quemarropa por unos pocos pesos que pudo recaudar en una noche de suplencia y de “laburo”. Pero no fue el único caso, otro asesinato a sangre fría se llevó la vida de un guardia de seguridad que también eligió trabajar.
Dos casos recientes que nos hablan de una devaluación en los valores de convivencia por cuanto la vida se menosprecia y se la pierde por objetos materiales que no llegarán nunca a equiparársele, pero que son apetecidos por quienes hacen del consumo su razón de existir. Un consumismo que se roba nuestras vidas, ya sea porque nos esclaviza con sus deudas; o porque nos la roba alguien que sin pedir permiso la toma para hacerse de algo que intentamos defender. Sea cual sea la razón la ecuación no es pareja, pareciera que la vida no vale nada.
La delincuencia no repara hoy en esos aspectos ni mucho menos; para ellos no hay valores o están absolutamente subvertidos. Es evidente que este tema se debe atender de inmediato. Y no es solo por el lado de la delincuencia sino también por el lado de la ciudadanía que cede a la tentación consumista dejando flancos indefensos.
No hay causas sin efecto ni viceversa. Saber cuál de ellas está primero no aporta mucho a la solución del problema, pero el saber que ambos aspectos son reales quizás nos ayude a comprender mejor el tema y procurar una solución. Existen “necesidades” insatisfechas que se contemplan delinquiendo; y están las mismas necesidades que se cubren trabajando. En la elección de la forma de satisfacerlas está el punto de quiebre. Lo triste es que hay generaciones que se criaron en una y otra simultáneamente. Y ello pasó sin darnos cuenta o por lo menos, sin prestarle la debida atención. Hipócritamente miramos para el costado pensando que nunca nos afectaría y sin embargo hoy pagamos el caro precio de esa convivencia y/o coexistencia.
Así ocurrió que un trabajador del taxi no aplicó una regla de seguridad que imponía la prohibición de uso del asiento delantero en horas de la noche. Seguramente porque pesó en él la necesidad de sumar otro viaje a una noche escasa de clientes, con la desgracia de que sería el último viaje de su vida.
Y también ocurrió que una empresa de seguridad, (como muchas), no ofreció los elementos de protección indispensables para la tarea a sus funcionarios, poniendo en riesgo la integridad de éstos a la vez que imprimió al servicio una debilidad que aprovecharon los delincuentes. Otra vez el afán consumista está presente, esta vez en la ambición comercial que no cedió fracción de ganancia alguna y dejó empleados indefensos.
Así y todo, Montevideo sigue siendo una ciudad hermosa y segura. De ese modo nos la describen los que vienen de otras realidades no tan lejanas a nosotros. Sin embargo los uruguayos nos comparamos con nosotros mismos y no aceptamos excusas. Todavía nos impactan fuertemente situaciones como las descritas con resultados de muerte; todavía guardamos signos de humanidad; todavía tenemos la sensibilidad suficiente como para rebelarnos y plantear alternativas que eviten estas tragedias.
La economía sigue su expansión, el comercio se intensifica, los espacios comerciales crecen y se multiplican; sin embargo existen sectores que no participan de esas mejoras pero las desean. Tanto como para pretenderlas a cualquier costo y de cualquier manera. Ese es el mayor problema a resolver, intentar que no sea a cualquier precio.
Una vida no vale cuatrocientos dólares (lo que cuesta un chaleco antibalas), es muy bajo precio para una alternativa como la eternidad.
Un taxista fue asesinado de un tiro a quemarropa por unos pocos pesos que pudo recaudar en una noche de suplencia y de “laburo”. Pero no fue el único caso, otro asesinato a sangre fría se llevó la vida de un guardia de seguridad que también eligió trabajar.
Dos casos recientes que nos hablan de una devaluación en los valores de convivencia por cuanto la vida se menosprecia y se la pierde por objetos materiales que no llegarán nunca a equiparársele, pero que son apetecidos por quienes hacen del consumo su razón de existir. Un consumismo que se roba nuestras vidas, ya sea porque nos esclaviza con sus deudas; o porque nos la roba alguien que sin pedir permiso la toma para hacerse de algo que intentamos defender. Sea cual sea la razón la ecuación no es pareja, pareciera que la vida no vale nada.
La delincuencia no repara hoy en esos aspectos ni mucho menos; para ellos no hay valores o están absolutamente subvertidos. Es evidente que este tema se debe atender de inmediato. Y no es solo por el lado de la delincuencia sino también por el lado de la ciudadanía que cede a la tentación consumista dejando flancos indefensos.
No hay causas sin efecto ni viceversa. Saber cuál de ellas está primero no aporta mucho a la solución del problema, pero el saber que ambos aspectos son reales quizás nos ayude a comprender mejor el tema y procurar una solución. Existen “necesidades” insatisfechas que se contemplan delinquiendo; y están las mismas necesidades que se cubren trabajando. En la elección de la forma de satisfacerlas está el punto de quiebre. Lo triste es que hay generaciones que se criaron en una y otra simultáneamente. Y ello pasó sin darnos cuenta o por lo menos, sin prestarle la debida atención. Hipócritamente miramos para el costado pensando que nunca nos afectaría y sin embargo hoy pagamos el caro precio de esa convivencia y/o coexistencia.
Así ocurrió que un trabajador del taxi no aplicó una regla de seguridad que imponía la prohibición de uso del asiento delantero en horas de la noche. Seguramente porque pesó en él la necesidad de sumar otro viaje a una noche escasa de clientes, con la desgracia de que sería el último viaje de su vida.
Y también ocurrió que una empresa de seguridad, (como muchas), no ofreció los elementos de protección indispensables para la tarea a sus funcionarios, poniendo en riesgo la integridad de éstos a la vez que imprimió al servicio una debilidad que aprovecharon los delincuentes. Otra vez el afán consumista está presente, esta vez en la ambición comercial que no cedió fracción de ganancia alguna y dejó empleados indefensos.
Así y todo, Montevideo sigue siendo una ciudad hermosa y segura. De ese modo nos la describen los que vienen de otras realidades no tan lejanas a nosotros. Sin embargo los uruguayos nos comparamos con nosotros mismos y no aceptamos excusas. Todavía nos impactan fuertemente situaciones como las descritas con resultados de muerte; todavía guardamos signos de humanidad; todavía tenemos la sensibilidad suficiente como para rebelarnos y plantear alternativas que eviten estas tragedias.
La economía sigue su expansión, el comercio se intensifica, los espacios comerciales crecen y se multiplican; sin embargo existen sectores que no participan de esas mejoras pero las desean. Tanto como para pretenderlas a cualquier costo y de cualquier manera. Ese es el mayor problema a resolver, intentar que no sea a cualquier precio.
Una vida no vale cuatrocientos dólares (lo que cuesta un chaleco antibalas), es muy bajo precio para una alternativa como la eternidad.
el hombre miraba la vidriera,
el perro tiraba de la correa para que no se tentara
el perro tiraba de la correa para que no se tentara
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