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Cerramos un nuevo año y los pensamientos piden espacio para salir, buscan su lugar para hacerse sentir y entre tantos que se agolpan uno me invadió hace pocos días en la cola del supermercado. La vida me pasó factura y lo hizo sin avisar. Me dejó en posición adelantada e incómoda, porque me detuve a repensar esa idea -entre tantas que pedían pista- por la cual tomé conciencia de cuán necesario es detenerse en algún momento. Parar para darnos tiempo para lo importante, eso que pasa inadvertido en la vorágine de situaciones que piden cancha sin dar respiro a lo principal. ¿Dónde fueron a parar aquellas pequeñas grandes cosas que hoy parecen de otra época? ¿Quién nos apura? ¿Queremos llegar antes a qué lugar?
La siesta, la cola en el almacén, el papel de estraza...
El día lo había comenzado agobiado, un diciembre más que acumulaba a este medio siglo y pico de vida que parece haber llegado sin avisar, me hacían sentir con un peso adicional. La reunión en casa con la llegada de amigos me llevó a realizar varias tareas pendientes para agasajar a los amigos que irían a saludarme. Así llegué al supermercado, rápidamente realicé las compras, acumulé los insumos en el carro y me dirigí a la caja. Al llegar, una señora -con más diciembres encima que el suscrito- deslizaba lentamente sus comestibles sobre la cinta de la caja con envidiada parsimonia, dueña de un tiempo adicional que yo no tenía y allí hice un clic con la realidad. ¿Qué apuro tenía en un día de fiesta, donde no había otra obligación que el disfrute con los amigos? ¿Por qué tenemos incorporados el apuro, la repentina y abrupta intención de hacer todo rápidamente, sin tomarnos tiempo para disfrutar muchas veces lo que estamos haciendo?
Entonces volví atrás en el tiempo, a mi infancia con el almacén de barrio, donde el almacenero realizaba una atención personalizada en la que siempre se iniciaba con el saludo y la consulta por la familia, para seguir con una atención parsimoniosa y dedicada como no recibimos hoy en los establecimientos de las grandes superficies. Es que antes teníamos todo el tiempo del mundo, un tiempo que era nuestro y al que fuimos perdiendo mientras cedimos lugar a las nuevas obligaciones derivadas de querer acumular objetos -muchos de ellos innecesarios- que alimentaran nuestra sed consumista.
Ya no tenemos tiempo para saber del vecino ni para esperar un trato directo y personal como aquel, resignándonos a perderlo sin recibir nada a cambio. Solo saber que a partir de entonces el tiempo transcurriría más rápido.
Volviendo a aquel relato de la cola del cajero en el supermercado, primero me pregunté cómo era antes que la modernidad trajera los lectores de barras, que simplifican la tarea y agilizan el trámite de pago. Antes era la cajera la que digitaba los precios de los artículos, y me pregunté cuánto demoraba en el supermercado. Y así seguí retrocediendo y me interrogué cuánto demoraba en el almacén, y me acordé del barrio y las colas esperando la llegada del camión de ANCAP (tan denostada por estos días), para acceder a unos litros de kerosén. Y me acordé de las épocas de la carne congelada, de las vedas, de las idas a las carnicerías de Paso Carrasco para comer carne fresca o a la casa del “Negro” Juan (hoy diríamos “Afrodescendiente” Juan), a comprar carne fresca de contrabando. En el Uruguay de las vacas gordas teníamos que apelar a esos artilugios para poder disfrutar de un buen asado...
Pero el tiempo, ese bendito tiempo no pasaba nunca. Las fiestas eran eternas, la cena se demoraba y la espera de la medianoche para ver los fuegos artificiales era también eterna. La tradicional apertura de los regalos de Navidad -a posteriori de la estruendosa parafernalia cohetera que llenaba de humo y olor a pólvora mi querida calle del barrio Puerto Rico- se hacía imprescindible para apaciguarnos tras el stress de los fuegos artificiales y las recomendaciones de nuestras madres temerosas.
Las bombas brasileras cedieron espacio a las “tortas” de luces maravillosas y de alto poder adquisitivo que queman sueldos en pocos segundos, desmintiendo en esa quema, a los agoreros de crisis que no llegan a concretarse en este Uruguay progresista.
Hace años que ya no nos juntamos en la casa de los Castellanos a recibir la Navidad o el Año Nuevo; también es cierto que hace años que ya no están los Castellanos, familia numerosa de unos vecinos maravillosas que compartían su alegría con nosotros y a los que nunca llegamos a agradecerles esa acogida.
Fuimos creciendo, fuimos generando otras relaciones, y el viejo barrio cedió lugar a otras prácticas menos colectivas. Fuimos perdiendo roce, los valores se fueron debilitando, la gente se fue encerrando en sus casas, y los vecinos del barrio se achicaron a los linderos casi exclusivamente. Las comisiones de fomento desaparecieron, las cosas del barrio pasaron a ser de unos pocos, y así fuimos perdiendo el tiempo, acumulando objetos y ganando ansiedades.
Hoy es todo vértigo, inmediatez. La información se acumula y se multiplica a un ritmo que nadie puede seguir sin que ello represente una pérdida abrumadora de independencia y de tiempo para la reflexión. Detenerse a pensar implica correr el riesgo de estar desactualizado.
Es la modernidad que tiene ese precio, un precio que se me cobró un día cualquiera de diciembre mientras esperaba en la cola del supermercado, envidiando la lenta y parsimoniosa actividad de una señora que vivía el mismo tiempo a una velocidad de disfrute, como debería ser... siempre.
el hombre miraba el reloj,
el perro movía la cola en cámara lenta...
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