El país registra nuevamente un crecimiento contra todo pronóstico de los que presagiaban que se terminaba el “veranillo” económico que nos tiene con el viento en la camiseta desde hace tiempo. Y precisamente en tiempos de crecimiento económico es lógico pensar que la redistribución de la riqueza (y lo que de ella deriva como consecuencia) se haga con un poco más de justicia.
Tampoco es cuestión de recargar a quien más tiene por puro capricho, sino tan solo es pedirle que sacrifique un poco de su ganancia (si hilamos fino al fin de cuenta es también plus valía), para que esa porción sacrificada sirva para recuperar lo que su crecimiento económico provocó. En otras palabras: hacerse cargo -sino en todo por lo menos en parte- de ese costo de infraestructura que se deterioró por el incremento de su actividad productiva. Una especie de círculo vicioso (que tiene más de virtud que de vicio), que nos da ingresos pero también rompe rutas y caminos.
Es lógico que si mi actividad comercial me significa un crecimiento exponencial, acompañe con ese crecimiento económico mi responsabilidad por cuanto debo hacerme cargo de esa parte de infraestructura que mi actividad necesita, utiliza y desgasta. Ello, por supuesto, al caudal del propio uso que le doy con mi trabajo productivo.
Es una consecuencia lógica que cualquier gravamen que se pretenda impulsar tendrá resistencia, pero este particularmente debe ser el que más se acerca a un pensamiento de izquierda. La concentración de tierras así como de la riqueza debe tener su contrapeso en los impuestos de modo de hacer realidad la regla tan usada de que “pague más el que más tiene o el que más gana”.
Se podrán esgrimir mil excusas y otras tantas razones para tratar de impedir que cuaje, pero la mayoría es conteste en aceptar como justo este gravamen. Una mayoría legitimada por ser contribuyente de peso en la generación del presupuesto nacional como trabajadores que aportan cada mes su IRPF, por ejemplo.
Se manejan variantes, e incluso -quienes serían los afectados por este impuesto- han barajado la idea de generar un mecanismo que permita que el dinero que se recaude se destine directamente a los fines propuestos (¿a cuáles si no?), y no que sean vertidos a Rentas Generales. Eso, que puede parecer una medida garantista para los que pagan el tributo, también puede resultar poco si los que eso pretenden piensan que, agotadas las obras, se termina el gravamen. El mantenimiento de una obra requiere un trabajo persistente y continuo, por lo que pensar costos fijos es un error.
Por otra parte, es mezquino pensar en retacearle recursos a un Estado que ha propiciado las condiciones para su crecimiento. Si hoy cuentan con un excelente grado de desarrollo es porque el gobierno propició un marco regulatorio que favoreció la inversión de la cual hoy disfrutan. No parece justo pensar en solo disfrutar de los beneficios y no hacerse cargo de los costos que ese beneficio genera.
Particularmente es notorio ver el deterioro de ciertas rutas donde el tránsito pesado ha generado verdaderas canaletas en el asfalto, originando peligrosos desniveles de los que este tipo de gravamen bien puede hacerse cargo para su reparación. Ni hablar de la caminería rural que también padece esas consecuencias.
Entonces, si quienes deben soportar este impuesto han sido los más beneficiados por la bonanza económica, ¿por qué se resisten? Un poco de solidaridad contributiva no les vendrá nada mal, y permitirá ser más iguales en la desigualdad, a los orientales.
En estos días se han hecho anuncios alentadores sobre el país que se viene. Yacimientos de petróleo son casi una realidad; reservorio de gas -mayor al de Bolivia- se anuncian en nuestro territorio; uranio; carbón; en fin, riquezas naturales de las que siempre pensamos eran de otros lugares, se denuncian uruguayas. Casi una confirmación de lo impensable -por mucho tiempo- acerca del salto que había hecho la naturaleza cuando nos marcó un lugar para vivir.
El futuro recién empieza, y si es con más justicia social y tributaria, mucho mejor. Hay (y habrá) Patria para todos... y para rato.
Tampoco es cuestión de recargar a quien más tiene por puro capricho, sino tan solo es pedirle que sacrifique un poco de su ganancia (si hilamos fino al fin de cuenta es también plus valía), para que esa porción sacrificada sirva para recuperar lo que su crecimiento económico provocó. En otras palabras: hacerse cargo -sino en todo por lo menos en parte- de ese costo de infraestructura que se deterioró por el incremento de su actividad productiva. Una especie de círculo vicioso (que tiene más de virtud que de vicio), que nos da ingresos pero también rompe rutas y caminos.
Es lógico que si mi actividad comercial me significa un crecimiento exponencial, acompañe con ese crecimiento económico mi responsabilidad por cuanto debo hacerme cargo de esa parte de infraestructura que mi actividad necesita, utiliza y desgasta. Ello, por supuesto, al caudal del propio uso que le doy con mi trabajo productivo.
Es una consecuencia lógica que cualquier gravamen que se pretenda impulsar tendrá resistencia, pero este particularmente debe ser el que más se acerca a un pensamiento de izquierda. La concentración de tierras así como de la riqueza debe tener su contrapeso en los impuestos de modo de hacer realidad la regla tan usada de que “pague más el que más tiene o el que más gana”.
Se podrán esgrimir mil excusas y otras tantas razones para tratar de impedir que cuaje, pero la mayoría es conteste en aceptar como justo este gravamen. Una mayoría legitimada por ser contribuyente de peso en la generación del presupuesto nacional como trabajadores que aportan cada mes su IRPF, por ejemplo.
Se manejan variantes, e incluso -quienes serían los afectados por este impuesto- han barajado la idea de generar un mecanismo que permita que el dinero que se recaude se destine directamente a los fines propuestos (¿a cuáles si no?), y no que sean vertidos a Rentas Generales. Eso, que puede parecer una medida garantista para los que pagan el tributo, también puede resultar poco si los que eso pretenden piensan que, agotadas las obras, se termina el gravamen. El mantenimiento de una obra requiere un trabajo persistente y continuo, por lo que pensar costos fijos es un error.
Por otra parte, es mezquino pensar en retacearle recursos a un Estado que ha propiciado las condiciones para su crecimiento. Si hoy cuentan con un excelente grado de desarrollo es porque el gobierno propició un marco regulatorio que favoreció la inversión de la cual hoy disfrutan. No parece justo pensar en solo disfrutar de los beneficios y no hacerse cargo de los costos que ese beneficio genera.
Particularmente es notorio ver el deterioro de ciertas rutas donde el tránsito pesado ha generado verdaderas canaletas en el asfalto, originando peligrosos desniveles de los que este tipo de gravamen bien puede hacerse cargo para su reparación. Ni hablar de la caminería rural que también padece esas consecuencias.
Entonces, si quienes deben soportar este impuesto han sido los más beneficiados por la bonanza económica, ¿por qué se resisten? Un poco de solidaridad contributiva no les vendrá nada mal, y permitirá ser más iguales en la desigualdad, a los orientales.
En estos días se han hecho anuncios alentadores sobre el país que se viene. Yacimientos de petróleo son casi una realidad; reservorio de gas -mayor al de Bolivia- se anuncian en nuestro territorio; uranio; carbón; en fin, riquezas naturales de las que siempre pensamos eran de otros lugares, se denuncian uruguayas. Casi una confirmación de lo impensable -por mucho tiempo- acerca del salto que había hecho la naturaleza cuando nos marcó un lugar para vivir.
El futuro recién empieza, y si es con más justicia social y tributaria, mucho mejor. Hay (y habrá) Patria para todos... y para rato.
el hombre ya se sentía un Jeque,
mientras el perro le meaba las alpargatas...
*Columnista uruguayo
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