Un fin de semana al otro lado del “río grande como mar” bastó para percibir en carne propia los aspectos que hacen a la sensación de inseguridad o seguridad que experimenta cualquier persona respecto a un entorno más o menos familiar. En este caso, la ajenidad del mismo fue suficiente para sentir esa rara sensación de sentirse menos seguro según las circunstancias o el lugar.
Por estos días se habla de la percepción de la seguridad que experimenta la ciudadanía, como un elemento a considerar al momento de definir las estrategias de seguridad pública. Seguramente ese dato sirva para medir cuán seguro o inseguro nos sentimos hoy día, y cuánto repercuten esos datos en la realidad de un entorno donde el tema lidera los estándares de preocupación de los uruguayos.
En la ocasión yo mismo experimenté ese aspecto al visitar tierras bonaerenses en un postergado viaje con mi hijo. Las luces de la ciudad no impidieron advertir qué lindo es Montevideo en lo que a seguridad refiere. De pique no más - en plena autopista saliendo de Aeroparque- debimos esquivar sendas piedras que estaban dispuestas en el medio mismo de la calzada, a riesgo de romper una llanta. Elementos que se disponen allí por los propios delincuentes que -nos informaron- una vez que logran la detención del automovilista, lo hacen víctima de robo sin más trámite.
Esa primera experiencia nos hizo pensar de inmediato, en situaciones parecidas que se producen en los accesos de Montevideo, con la diferencia que esta vez nos tenía a nosotros como protagonistas. Ese mismo protagonismo que incrementó la percepción de inseguridad que empezaba a marcarse en nuestro reloj sensorial imaginario.
A poco de pasar por el peaje, las luces de Buenos Aires nos disiparon toda percepción negativa, devolviendo, (por unas horas), la seguridad perdida. Envueltos en la vorágine de una ciudad que parece no detenerse nunca, añoramos por un instante la tranquilidad pueblerina de la Tacita del Plata, pero en puridad habíamos ido a buscar ese vértigo. A no quejarse.
La noche nos regaló la variopinta miscelánea de las calles peatonales con sus espectáculos teatrales, sus “maxiquioscos” en cada esquina, sus chinos comerciantes, sus bolivianos vendedores callejeros, y una gran cantidad de brasileños, alemanes, y demás colectividades de turistas entre los que también habíamos muchos uruguayos.
A la mañana siguiente, reanudamos las recorridas y fue allí mismo, en pleno centro de la city porteña, donde nos golpearía de cerca esa bofetada urbana que tiñe de percepciones inseguras a los ciudadanos del siglo XXI. En plena Avda. 9 de Julio, a escasos metros del Obelisco porteño, un estoico turista defendió sus pertenencias frente a dos motoqueros que pretendían arrebatárselas sin más. Y allí mismo el barómetro perceptivo se disparó al punto de dejarnos inmóviles frente al delito que ocurría en un país extraño, y del que muchos nos habían advertido sobre la virulencia de los incidentes. Fueron escasos segundos que parecieron horas; finalmente huyeron sin éxito y a pesar de estar a una media cuadra del hecho, pudimos apreciar también la solidaridad de otro motociclista que salió en defensa de la víctima.
Sin dudas que el estar lejos de nuestro hogar potenció la hipersensibilidad que no nos abandonaría más en toda nuestra breve estadía en tierras porteñas. Pero a decir verdad, fue el único incidente que advertimos tras una estancia que nos llevó a recorrer prácticamente toda la capital argentina. Ese sólo hecho bastó para sentir esa percepción, algo que resulta inevitable aún para quien convive diariamente con el tema.
Esta experiencia personal no hace sino confirmar que la realidad muchas veces se nutre con la experiencia de otros sin que nos llegue a afectar directamente. Basta tomar conocimiento de esa realidad -de la forma que sea- para que nos arrastre junto al sentimiento colectivo que constituye esa percepción general que se comparte y difunde.
Todo esto va dicho para intentar explicarnos cómo se construye un sentimiento colectivo en una sociedad que se siente más o menos segura según lo que perciba y cómo lo perciba. Y en la construcción de esa percepción colectiva inciden fundamentalmente las vivencias que cada uno tuvo y el grado de difusión que se haga de las mismas en tanto seres que se relacionan con otros miembros de su colectividad.
A todo esto, al regreso, bastó pisar suelo uruguayo para sentirme seguro y feliz de volver a casa. Algo que se corresponde totalmente con los resultados sobre victimización que se adelantaran de una encuesta solicitada por el Ministerio del Interior y que serán públicos en pocos días más. Encuesta que arroja datos sugerentes respecto de quienes dicen sentirse inseguros en general pero que, al consultársele por la seguridad en su barrio o entorno, manifiestan sentirse seguros o muy seguros.
En definitiva, un simple y corto viaje a Buenos Aires sirvió de prueba personal para confirmarme que no hay lugar más seguro para vivir que mi país, mi ciudad y mi barrio. Eso, a riesgo de sensaciones o percepciones que, aunque ciertas y demostrables estadísticamente, deben ser consideradas con cierta relatividad al estar imbuidas de una carga subjetiva y personal propia de cada uno.
Ya en el final del viaje pude sentirme más seguro todavía por “dos inmensas razones” al sentir el abrazo de la mismísima Moria Casán en su espectáculo “La Revista de Buenos Aires”. Imposible sentir miedo en esas circunstancias.
Salvo, el miedo a terminar asfixiado.
el hombre sintió el abrazo argentino,
el perro, el olor de otros brazos...
el perro, el olor de otros brazos...
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