Fuente Imagen: joseantoniomartin.wordpress.com |
La pregunta la hizo el Ministro alterando su discurso de cierre en la clausura de la Primera Conferencia sobre Cultura y Convivencia en las ciudades de América Latina, realizado en la Sala Ernesto “Che” Guevara de la Facultad de Arquitectura, los días 7 y 8 de octubre pasados. Ante la mirada atenta del Presidente Mujica, dejó planteado el dilema que se nos viene: ¿liberales o igualitarios de izquierda?... un debate ineludible.
Ni lo uno ni lo otro: los dos
Desde siempre me enseñaron que mi libertad termina donde empieza la del otro, ese semejante con quien me relaciono en tanto vivo en sociedad. Ese es el marco del que habló Bonomi cuando expresó que debía “concebirse la libertad dentro de un marco”, que no es otro que el ejercicio de los derechos junto con los deberes implícitos en el goce de los mismos.
Toda libertad encierra un deber intrínseco, el de gozarla sin desmedro de las libertades de otros semejantes, esos con quienes compartimos espacio, bienes y relaciones. Por la simple -y no menos valiosa- razón de vivir en sociedad. Es ese ejercicio de la libertad entre iguales lo que nos hace diferentes, y a la vez semejantes en derechos. Todos tenemos y gozamos de esa libertad y lo hacemos en un plano de igualdad irrestricta. Ni más que otros, ni menos que otros.
Sin embargo parece ser que hay quienes prevalecen la libertad por encima de la igualdad, haciendo que lo que por naturaleza está balanceado se vuelva desigual, y falto de equidad.
En tiempos que nuestra sociedad evoluciona y se da nuevas reglas de convivencia -sancionando las faltas por ejemplo- aparecen quienes ven, en esas herramientas, una limitación segadora de derechos individuales olvidando el derecho del colectivo social del que también son parte los transgresores.
Es una especie de círculo vicioso que se nutre a sí mismo, y por el que la sociedad reacciona a tiempo para poner fin y darse el remedio que necesita o estima eficaz para corregirse.
En ese juego dialéctico entre libertad e igualdad como conceptos antagónicos, los defensores de una y otra concepción hacen parte de una misma y única consigna. La libertad no implica el uso ilimitado y avasallante de ese derecho en desmedro del que le corresponde a otros semejantes, sino que debe completarse y medirse con la de los otros miembros del colectivo que integran.
En aras de esa irrestricta defensa de la libertad, se llega al colmo de argumentar a favor de quien elige vivir en los espacios públicos o aquel que decide morir de frío en igual espacio. Poca memoria basta para recordar la ira presidencial cuando en pleno invierno dijo basta y mandó parar a esa corriente libertina que permitió la infame muerte de indigentes que haciendo “abuso de sus libertades” terminaron sus días en plena calle.
Vivimos en una pertinaz campaña de derechos -que no está mal- pero que no se corresponden con las responsabilidades que el ejercicio de esos derechos implica, en cuya difusión se pone poco o ningún empeño. No basta con enseñarlos sin más, es imprescindible acompañarlos de contrapartidas porque solo con ellas es posible hacer que esos derechos persistan y sean valorados convenientemente.
Hoy vivimos la ruptura de paradigmas que eran impensados tiempo atrás, pero nada es por generación espontánea sino que se trata de procesos de muchos años que empiezan a desperezarse tras un largo tiempo de adormecimiento.
Mientras hubo quienes apostaron a soluciones puras -con absoluta confianza y buena intención- equivocaron (equivocamos) el camino, y hoy la realidad nos indica que por sí solas no solucionaron nada. El camino es otro y debe ser el de aplicar ambas herramientas según la necesidad y la circunstancia.
Así lo expresó el propio Bonomi cuando hizo referencia a que solas -las políticas sociales- no solucionaron el problema de la inseguridad y el delito, pero que tampoco solas -las políticas de mano dura- lo solucionaron. Hay que seguir aplicando políticas sociales pero también hay que ser justos reprimiendo el delito. Y ello por la sencilla razón que no se cambia tan fácilmente el estado de situación de quien optó por una carrera delictiva. Los hábitos, las relaciones, los compromisos que asume, quien opta por ese camino, se lo impiden y no logra -una política social por sí sola- darle solución y respuesta.
Pero de ahí a ser ingenuos (?) como para afirmar un discurso basado en los derechos sin responsabilidades adjuntas, hay un abismo. Porque termina siendo ese el discurso de los que pregonan sus críticas a la gestión de un gobierno que aplica el sentido común a la hora de devolver normas de convivencia a una sociedad que las fue perdiendo sin darse cuenta y hoy padece sus consecuencias.
¿Quién puede tolerar que ciudadanos como nosotros vivan en los espacios públicos sin sentirse afectado por ello? (por lo menos alguien que se diga de izquierda debiera afectarse). ¿Así nos enseñaron nuestros padres? ¿Tanta indiferencia nos dejaron como para que lo admitamos como un ejercicio pleno del derecho a la libertad de cada uno, aún a riesgo de sufrir la pérdida de la vida por ese ejercicio? ¿Seremos tan egoístas que no podemos ver allí un ser humano que merece vivir dignamente y disfrutar de la vida en sociedad sin poner en riesgo su valor más preciado?
Un adicto o un indigente, son conciudadanos que debemos recuperar para una sociedad que no se precia por tener índices de crecimiento alentadores sino todo lo contrario. Cada vida vale demasiado como para permitir que se pierda por una irresponsable forma de entender el ejercicio pleno de los derechos individuales.
Pero aún sin apelar a un interés materialista puro (fuerza de trabajo que se pierde), hasta por una razón filosófica no podemos tolerar esas situaciones. La vida es lo más sagrado y el bien más valioso, y ese argumento solo basta para que hagamos algo por esas personas a las que el sistema las abandonó, o viceversa.
Por lo menos, mientras sigamos viviendo en forma gregaria... ¿no?
el hombre defendía la libertad,
el perro ladraba por ser iguales...
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